Una geología de los medios

La historia de nuestra cultura medial tiene miles de millones de años. Pero descifrar el entorno digital que gobierna nuestras vidas requiere de algo más que un ejercicio de interpretación semiótica. A contracorriente de los discursos glorificadores de una supuesta inmaterialidad digital, Jussi Parikka señala en Una geología de los medios que las máquinas digitales actuales y su entramado socio-técnico dependen tanto de la electricidad como de una variedad de minerales que cotizan en alza en los mercados mundiales al tiempo que derraman toxinas sobre el medioambiente y afectan la salud de quienes intervienen en la fabricación de esos artefactos. Por cortesía de Caja Negra Editores publicamos el prefacio del libro.

En su libro Principios de geología, Charles Lyell presenta una de las primeras definiciones de la disciplina: «La geología es la ciencia que investiga los sucesivos cambios que han tenido lugar en los reinos orgánico e inorgánico de la naturaleza; indaga las causas de estos cambios y el influjo que han ejercido en la modificación de la superficie y la estructura externa del planeta».

Este planteo canónico de 1830 perfila a la geología como una de las principales disciplinas de indagación a escala planetaria, dejando a las humanidades el estudio del orden moral. Es tanto un símbolo de la división del trabajo en la academia como un registro genealógico de suma importancia para nuestras preocupaciones. Lo geológico se manifiesta en los terremotos, en la extinción masiva de especies, en la contaminación del planeta y en los debates acerca del Antropoceno, lo cual demuestra que, después de todo, la moral, la cultura y la geología tienen algo que ver entre sí. El presente libro argumenta que el mundo del pensamiento, los sentidos, la sensación, la percepción, las costumbres, las prácticas, los hábitos y la humanización no carece de relación con el mundo de los estratos geológicos, los climas, la Tierra y las enormes duraciones del cambio que parecen burlar las escalas temporales de nuestros pequeños asuntos. Y, sin embargo, los asuntos humanos han demostrado tener un impacto. La ciencia y la ingeniería repercuten significativamente sobre la Tierra. El objeto idealizado del conocimiento registra él mismo la mirada observadora que se suponía que debía estar a distancia. La geoingeniería es una práctica de naturoculturas entrelazadas, y nuestra continua violación de los límites de las ciencias y las humanidades no puede negarse cerrando los ojos y pensando en semiótica. Las relaciones con la Tierra también son parte de las relaciones sociales de trabajo y explotación que caracterizaron al emergente capitalismo industrial del siglo XIX, así como caracterizan al capitalismo digital contemporáneo del siglo XXI, desde la extracción de minerales, la geopolítica de la carrera por la energía y los recursos materiales hasta las fábricas de producción de equipamientos informáticos.

Este breve libro trata de culturas científicas, realidad tecnológica y perspectivas artísticas. Aborda la ciencia y la tecnología como un contexto multidisciplinar pertinente para los estudios de los medios y la historia del arte medial. No pretende ser una consideración exhaustiva de las relaciones entre geología y tecnología. No obstante, ofrece una perspectiva relevante para muchos de los que trabajamos en el campo de los estudios de los medios, las artes y la tecnología contemporáneos, incluida la arqueología de los medios.

En Una geología de los medios hay más minería que minería de datos. Más específicamente, el libro se interesa por las conexiones entre las tecnologías de los medios, su materialidad, su hardware y su energía, y la naturaleza geofísica: la naturaleza hace posible y soporta el peso de la cultura medial, desde los metales y minerales hasta su cúmulo de basura. Las investigaciones geológicas propiamente dichas pueden ser un lugar extraño para empezar el análisis de los medios, pero revelan el trasfondo de la cultura tecnológica: el mapeo científico –importante en términos geopolíticos– de los recursos naturales, del cobre al uranio, del petróleo al níquel, de la bauxita (necesaria para el aluminio) a una larga lista de minerales de tierras raras. También encontramos, desde el siglo XIX, una superposición de intereses nacionales y estatales, instituciones científicas y, por supuesto, necesidades militares cada vez más estrechamente interconectados. Nos vemos llevados a tomar en cuenta la sistemática laboratorización de la cultura cotidiana: incluso lo más mundano es producido a través de una mezcla del submundo arcaico y el sofisticado proceso científico. Aun si los teóricos de la cultura y los medios están ahora al tanto de la importancia de minerales tales como el coltán (tantalio), fue de hecho antes de la cultura digital que este mineral específico (a menudo extraído de los territorios en guerra del Congo) fuera identificado como parte de la política geofísica del siglo XX: «La Oficina de Minas de los Estados Unidos observó que estos materiales estaban «entre los metales exóticos más esenciales en 1952 para el programa de defensa de los Estados Unidos”», debido a la utilidad del tantalio (y del niobio) para ciertas “aleaciones de acero de alta resistencia”.

Este libro fue concluido principalmente en Estambul en 2013 y a comienzos de 2014, una ciudad en la cual se tiene una vista privilegiada de algunos de los problemas a los que nos enfrentamos con los proyectos tecnológicos y sus desastrosas consecuencias ambientales. Tales problemas a menudo son apuntalados por violentas políticas miopes y explícitamente explotadoras. La historia, y el libro, comenzó durante las protestas de Gezi del verano de 2013, precipitadas por un reclamo ambiental que, no obstante, funcionó como la caja de resonancia de una situación política más general, una situación en la cual las cuestiones del capitalismo, la religión, la tecnología, el conocimiento y el medioambiente se despliegan en un acontecimiento histórico complejo. Estambul es una ciudad tectónica, asentada sobre formaciones geológicas que auguran producir otro gran terremoto en el futuro. Es una ciudad marcada por proyectos edilicios de dimensiones colosales que resultan significativos en términos geológicos. Algunos de ellos ya están concluidos, otros están en etapa de planificación. El túnel de Marmaray, recientemente inaugurado, conectó los dos continentes a través de un túnel por debajo del Bósforo; un proyecto de canal se propone unir el mar Negro con el mar de Mármara; muchos de estos proyectos recuerdan a la ingeniería nacional de la modernidad, pero también a la inversión de capital corporativo en esta región de importancia geopolítica. No obstante, las protestas también resaltaron aquellos aspectos que vinculan las diferentes locaciones con la política, la vida de la Tierra con los poderes dominantes cada vez más autoritarios y sus intereses corporativos en la construcción y otros negocios. Los acontecimientos demostraron la imposibilidad de separar lo político de lo natural, lo geopolítico de lo geológico. Las luchas políticas de corto plazo tenían que ver tanto con libertades políticas como con la conciencia de lo que pasaría si alguno de esos enormes proyectos arquitectónicos, incluyendo un nuevo aeropuerto y un tercer puente, hiciera desaparecer grandes partes de la silvicultura alrededor de Estambul, poniendo a su vez seriamente en riesgo las reservas subterráneas de agua de la ciudad.

Esta situación política y su vínculo con el capitalismo ya estaba presente en la evaluación que en el siglo XIX se hacía de los cambios en los modos de producción. Desde luego, la catástrofe ambiental no es meramente un efecto tardío del capitalismo. No deberíamos ignorar el impacto que el «socialismo real» del siglo XX dejó en el registro natural, como la radiación radioactiva y los vestigios industriales en el suelo y los ríos. Pero hay una conexión entre la intensificación capitalista de los modos de producción y la necesidad de expansión hacia nuevas bases de recursos que garanticen el crecimiento. Lo que actualmente percibimos como la catástrofe ambiental, a veces designada como el «Antropoceno» del impacto humano en el planeta, coincide en alguna periodización con lo que Marx y Engels narraron en términos de un cambio económico-político crucial. En El manifiesto comunista, de 1848, los autores afirman:

«La burguesía, a lo largo de su dominio de clase, que cuenta apenas con un siglo de existencia, ha creado fuerzas productivas más abundantes y más grandiosas que todas las generaciones pasadas juntas. El sometimiento de las fuerzas de la naturaleza, el empleo de las máquinas, la aplicación de la química a la industria y a la agricultura, la navegación de vapor, el ferrocarril, el telégrafo eléctrico, la asimilación para el cultivo de continentes enteros, la apertura de los ríos a la navegación, poblaciones enteras surgiendo por encanto, como si salieran de la tierra. ¿Cuál de los siglos pasados pudo sospechar siquiera que semejantes fuerzas productivas dormitasen en el seno del trabajo social?»

Esta caracterización política del capitalismo como un modo de instrumentalizar la ciencia y la ingeniería en el sentido de fuerzas productivas es también lo que actualmente vivimos como el efecto tardío denominado “Antropoceno”. El proyecto moderno de dominar la naturaleza entendida como recurso estaba basado en una división de los dos polos –lo social y lo natural–, pero siempre hubo filtraciones entre uno y otro. Bruno Latour nos ha recordado insistentemente la imposibilidad de separar la naturaleza de la cultura. Tenemos varios nombres para designar los entrelazamientos de lo natural y lo geofísico, que incluyen los de Gaia y Antropoceno; pero ambos conceptos indican la llegada de algo nuevo, algo que señala como insuficiente todo intento moderno de nombrar por separado a los dos términos, naturaleza y cultura.

Con todo, tenemos que recordar que nada necesariamente llegó. El pasado geológico en su persistente lentitud; los primeros relatos acerca del Antropoceno anticipados por Antonio Stoppani (la era antropozoica) y George P. Marsh en el siglo XIX; las fases tempranas de los sistemas científicos y tecnológicos, tales como la meteorología, que visualizaron y modelaron el planeta natural como un sistema global –todo esto ya estaba ahí–. En 1873, en su Corso di Geologia, Stoppani presenta la imagen del ser humano como un inventor que penetra la tierra, el mar y el aire con sus tecnologías y construye a partir y encima de los estratos ya existentes de la Tierra. En el análisis de Stoppani, la capa de futuro fósil ya está marcada por las huellas químicas y tecnológicas del ser humano. Los humanos dejan su marca, y la Tierra la lleva en sí como un archivo.

El evento supuestamente inesperado del Antropoceno ya había llegado de antemano. Estas repentinas revelaciones incrustadas en la lentitud geológica permiten ver tanto las capas históricas del discurso concerniente a la tecnología, la basura y el tiempo, como también las realidades geológicas desde las cuales recolectamos y disponemos de nuestros recursos. La imagen de Stoppani del archivo de la Tierra es el crepúsculo de la cultura científica y tecnológica. Es la basura en medio de la cual vivimos. Y es la basura que tenemos que ordenar en caso de que fuera a haber, entre nuestros compañeros constitutivamente no humanos, un futuro humano.


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Por Facundo Carmona | Crisis

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Jussi Parikka

Profesor de cultura tecnológica y estética en la Escuela de Arte de Winchester (Universidad de Southampton). Parikka también es docente en Teoría de la Cultura Digital en la Universidad de Turku, Finlandia, y tiene un doctorado en Historia Cultural (Universidad de Turku). Su trabajo abarca un amplio rango de temáticas que contribuyen a un entendimiento crítico de la cultura en red. Escribe en Machinology: http://www.jussiparikka.net.

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